El coloquio Insolente de Marcos Fabián Herrera

Por Iván Beltrán Castillo

Aparece esta semana, en coedición de VisaG y Con-fabulación, el libro de entrevistas El Coloquio Insolente de Marcos Fabián Herrera, fundador y pertinaz colaborador de nuestro periódico virtual. Se trata de una serie de encuentros con algunos renombrados, polémicos y vitales escritores colombianos, entre los que se cuentan: Antonio Caballero, Oscar Collazos, Eduardo Escobar, Juan Carlos Garay, Luis Fayad, Antonio Morales, Eduardo García Aguilar, Guillermo Bustamante Zamudio, Juan Gabriel Vásquez y Milcíades Arévalo. Adelante el prólogo, escrito por el director de Con-fabulación.

Siempre he pensado que la entrevista, forma secreta de la vanidad, equivoca fuente de información contemporánea, laberinto post-moderno que nos depara la posibilidad de encuentros ilusorios, es, como tantas otras cosas de apariencia real y, por lo tanto, servil, uno de los géneros más sutiles de la ficción, y que cada vez que realizamos una nos asomamos sin remedio al precipicio de la identidad, a los juegos inextricables que la imaginación extiende entre dos seres para –al igual que el amor- venderles la falacia de que, al fin y al cabo, no están completamente solos: velada construcción dramatúrgica, en ella El Yo del entrevistado – animal hipertrófico, totémico, capaz de ejecutar las danzas más audaces- adquiere una estelaridad impostada, las transacciones humanas terminan por convertirse en irrisorias leyendas, los hechos y las fechas adquieren una tonalidad onírica y casi siempre terminamos por encontrarnos en la nación de los santos y los héroes que jamás lo fueron.

Para un periodista alerta, de aquellos capaces de sospechar una historia escondida debajo de cualquier ornamento lírico o prosaico boletín, es arduo sentirse cómodo en sus territorios, visitado por las sospechas y los presentimientos más aciagos, de manera que no son pocas las ocasiones en las que el encuentro termina por colapsar en una suerte de cortocircuito. Estas aproximaciones, emparentadas al confesionario y el diván freudiano, al exorcismo y la operación mayéutica, nos reclaman la necesidad de solidifican nuestra condición de fantasmas solares, espectros civiles inmersos en la fatigosa tarea de parecer verosímiles. Ávida cazadora del yo, pretendida manera de aproximarnos a la travesía vital de alguien que –por cualidad o defecto- merece ser sofocado frente a un auditorio invisible, toda entrevista debe leerse entre líneas si se quiere hallar esa verdad impronunciable que respira, desnuda, lejos de las convenciones; y no resulta necio pensar que la mitad del material aunado habita los territorios de la literatura: el asediado de turno pone en escena su existencia, sus ideas, su pasos, y, salvo con muy contadas excepciones, pretende salir deificado del experimento: El ego galopa en cada palabra, tintura los recuerdos de falacia, y las reconstrucciones de la memoria siempre terminan por ser un celestinaje.

También hay, en la mayoría de las entrevistas, cierta postración y cierto servilismo que emparenta al periodista con la deleznable raza de los biógrafos a sueldo. Por todo eso, son muy pocas las ocasiones en que una entrevista, en el sentido estricto de la palabra, logra despertar en mí un verdadero interés, mezcladas siempre a la lisonja y la verdad oficial promovida por los entrevistados.

Durante las dos décadas en que he sido periodista, y cada vez más ateo frente a los pequeños dioses que encuentro en el camino, me he preguntado cuál de las profesiones y los oficios humanos que me ha sido dado conocer es el más temerario, pretencioso y delirante. Y la verdad es que aún no tengo la respuesta. creo que hay un animal egocéntrico en el centro de cada oficio y profesión humana: Los cantantes de la música popular llevan consigo un concierto perpetuo, que no es fabricado con el acorde de sus melodías sino con la música ensordecedora que producen los aplausos ; los políticos unos deseos indiscretos de aumentar el caudal de sus electores, las estrellas del cine y la televisión afilan su carga histriónica a la hora de relatar sus avatares y, para colmo de males, tampoco los hacedores de cultura se encuentran a salvo de la peste del narcisismo. cada vez menos parecidos a esos taciturnos heréticos que infestaron la historia de las letras, y, en cambio, estrechamente ligados con los protagonistas de la gran farsa mundana que inventaron para el mundo la publicidad y los mass-media.

Esas consideraciones fúnebres me obligan a sentirme exaltado ante el encuentro de entrevistas verdaderas, tocadas por el hálito de la autenticidad, raras avis que nos devuelven la verdad de un diálogo donde “No hay ni poseedor ni poseído, pero los dos se entregan”.

La Dueños de la prensa, que con el tiempo han terminado por ser también los dueños de la realidad, colaboran activamente en la lumpenización de la entrevista al convertirla en otra forma de poder que, aunque sutil, extiende sus tentáculos sobre el inconsciente colectivo. Son ellos quienes ahora señalan a los elegidos, los que merecen ser entrevistados, y casi siempre los escogen en el círculo de sus intereses, sus mercenarias transacciones y sus intercambios. Así, el periodista se degrada a la categoría de mensajero de historias oficiales, heraldo de falsas proezas humanas.

Marcos Fabián Herrera logra en los encuentros que conforman este libro el prodigio de comandar a sus “víctimas” con magnífica destreza, sacar las conversaciones del tempestuoso océano de la vanidad y detectar los centros vitales de las obras, las obsesiones y los cuadernos de viaje de sus elegidos. Empresa por demás meritoria si se tienen en cuenta los inconvenientes antes señalados y la costumbre criollísima de confundir la aproximación a un personaje con la loa y un cierto vasallaje de estirpe casi teológica.

Es así como en este Coloquio Insolente encontramos revelaciones fuertes, a veces coléricas, imaginativas, contradictorias, pero que, sumadas, logran realizar un dibujo muy completo de la situación espiritual, la turbulencia y las fieras guerras que se escenifican al interior de la cultura colombiana. Cada uno de los entrevistados es dueño de una propuesta personalísima, una bitácora exigente y todos responden con la furia vengadora de la imaginación a la cruda realidad de una Colombia, donde la violencia y la desazón han llegado a ser las señas de identidad más imborrables.

Citaré algunos ejemplos que me parecen significativos;

Eduardo García Aguilar, el laborioso novelista, cuentista y poeta manizaleño lanza unos dardos agudos, y termina por fortalecer las virtudes de la diáspora:

“…No me gustan los clanes, grupos de poder y menos el nacionalismo apolillado que practican algunos ahora, para recibir aplausos fáciles y seguidores ciegos, o para escudarse detrás de una bandera. Prefiero a los autores apátridas y marginales, a los malditos…Me aburre mucho la literatura colombiana de hoy con sus sicarios, travestis, prostitutas de caricatura y narcos relatados por medio de historias planas sacadas de guiones o reportajes fallidos. Y me encanta ser un forastero en mi ex-país, pues no hay mejor estatuto para un escritor…”

Inolvidables las declaraciones casi heréticas del duro, el amargo y necesario Antonio Caballero:

“…Yo considero que la poesía no es respetable si no cuando es verdaderamente buena. Que debe ser escrita cuando se tiene de verdad algo importante y profundo por decir. La mayor parte de la poesía sobra. Hay cuatro o cinco cosas importantes en la poesía de occidente, desde Homero hasta hoy….

¿Y qué decir de estas dos terribles declaraciones del poeta ex rebelde Eduardo Escobar, alguna de ellas casi un acto de fe en las bondades del cinismo?:

“…aunque me esfuerzo en ser mezquino, algunos de mis amigos me pagan con su generosidad…”

Y También:

“…La democracia es uno de nuestras más grandes supersticiones. El mito de la modernidad. Lo de ácrata, me gusta: porque los sueños imposibles siempre son atractivos. La cercanía con Uribe es relativa. Aunque debe haber un remanente edípico en mi confianza en él. El Uribe de Uribe debe ser de los mismos Uribe de mi madre”.

Y hay, para mi sorpresa, una honda percepción de Antonio Morales:

“Construir la independencia pasaría en el periodismo necesariamente por la necesidad de apabullar con lucidez a Francisco de Paula Santander, el origen y el causante de nuestro horror contemporáneo”.

También encuentro lúcida, aunque no exenta de cierto cosmopolitismo provinciano, la pieza de Oscar Collazos:

…”Una vez le refería a mi amigo Gilles Lipovetsky el tema de esas dos novelas. Ah, sí, es la era del vacío, me dijo. Y lo es: entre la sordidez de las conductas y las superficies que recorren, existe ese nuevo culto a la frivolidad, el imperio de un narcisismo que ignora uno de los principios básicos de la modernidad: la solidaridad humana. Para escribir sobre esos temas, fue necesario recrear ese universo de formalidades que, en muchos sentidos, sustituyen la solidaridad por el cinismo… Lo terrible no es que la industria editorial cumpla el papel de promocionar productos perecederos sino que los escritores se crean los superlativos de las secciones de mercadeo del libro. La crítica, no es que no exista; permanece confinada en la Academia, pero, al no salir de ese nicho, quienes hacen su agosto son los escritores de reseñas amañadas por los editores. Las editoriales universitarias deberían (en parte lo hacen) llenar los vacíos del mercado mediante reediciones críticas de obras que la industria editorial sepulta o ignora…”

Interesante también observar cómo Juan Gabriel Vázquez adopta la postura de vigoroso defensor de la novela como género, en un tiempo en el que galopa con violencia la apocalíptica certeza de su muerte:

“…La proclamación de la muerte de la novela me aburre terriblemente. Si en la misma época aparecen novelas como La mancha humana, Desgracia, Los hijos de la medianoche, Nieve y un larguísimo etcétera, ¿entonces qué? ¿Qué son Philip Roth, JM Coetzee, Salman Rushdie y Orhan Pamuk? ¿Son muertos vivientes? No, la novela estará viva mientras el hombre se pregunte por su lugar en el mundo, mientras el mundo siga siendo un lugar misterioso…”

Hermosas, estas dos videncias del gran poeta bogotano Gonzalo Márquez Cristo:

“La poesía debe retroceder a su origen, ser reflexión, provocar las nupcias con la filosofía para que sea lo que todos estamos esperando: brújula interior, nuevo estremecimiento …Algunas de las nuevas novelas han decidido rendirle tributo a la imagen, en el sentido cinematográfico, esa mercenaria que hoy por hoy nos hastía en la televisión, y que parece ya incapaz de toda profundidad. En algunos de los autores hay una intención de homosexualizar y de sicarizar la literatura, hay un intento de provocación banal. Esta es la oportunidad de proclamar que deseamos una novela hecha con palabras verdaderas, las que indagan y hacen soñar. ¡Qué finalice de una vez y para siempre el exilio de la palabra impuesto por esta sociedad tan mediocre como rapaz!”

En el lado de la percepción sombría se encuentra el poeta Milcíades Arévalo, algunas de cuyas respuestas destilan inobjetable desencanto, razonada melancolía:

“Es conocido que muchos autores con excelentes proyectos poéticos y narrativos, no han tenido el espacio que se merecen, entre otras cosas por no pertenecer al club de los elogios mutuos y a la sobrevaloración banal de obras que no tienen ningún mérito y que los medios de comunicación se encargan de magnificar. En este largo recorrido por el país, he encontrado muchas voces que bien merecerían ser tenidas en cuenta, por ejemplo, Raúl Gómez Jattin, una de las voces más auténticas de la poesía colombiana actual.”

Si, en Marcos Fabián Herrera la entrevista recupera su dimensión estética, su vocación develadora y su función de experimento crítico y este Coloquio, gracias al cielo insolente, aporta al lienzo de nuestra verdad secreta unos explosivos, lúdicos y novísimos colores. Sus hacedores combaten, sin darse mucha cuenta, con el espectro de su posible grandeza y secretamente y parecen unirse a la reflexión más bella del Príncipe de Salerno en el Gatopardo de Lampedusa:

Éramos los leopardos y los leones, los que vienen a remplazarnos serán chacales y ovejas… y todos nosotros, leopardos, leones, chacales y ovejas, seguiremos sintiendo que éramos la sal de la tierra... Habemus, ego…