ELEGÍA A LA MUERTE DEL INCA ATAHUALPA

Comprobamos a cada instante, que la historia es una fantasmagoría, una danza de sombras, un baile sangriento dónde, con alarmante frecuencia, únicamente se escribe con la pluma y la tinta de los vencedores. Pero existe esa otra dimensión de nuestras gestas fácticas a la que Octavio Paz llamara La Historia Invisible. Es aquella que permanece –secreta, vital y sanguínea- dormitando detrás de los libros y las versiones oficiales, y que se encuentra presta a regresar con su carga beatífica.
La Minga de nuestros indígenas parece una expresión certera de esa Historia Invisible que un día reintegrará a las víctimas, ajustará las cuentas y despertará las más sublimes fuerzas dormidas.
Como un homenaje a las justas luchas cotidianas de todos los indígenas de América, publicamos este bello poema de autor anónimo escrito en el Perú pocos años después de la usurpación española, pocas horas después de que Francisco Pizarro –emisario de las fuerzas foráneas, con atroces dudas metafísicas, sacrificó al Inca Atahualpa.



ELEGÍA A LA MUERTE DEL INCA ATAHUALPA

¿Qué arcoiris es este negro arcoiris
Que se alza?
Para el enemigo del Cuzco horrible flecha
Que amanece.
Por doquier granizada siniestra
Golpea.
Mi corazón presentía
A cada instante,
Aún en mis sueños, asaltándome,
En el letargo,
A la mosca azul anunciadora de la muerte;
Dolor inacabable.
El sol vuélvese amarillo, anochece
Misteriosamente;
Amortaja a Atahualpa, su cadáver
Y su nombre;
La muerte del Inca reduce
Al tiempo que dura un pestañeo.
Su amada cabeza ya la envuelve
El horrendo enemigo;
Y un río de sangre camina; se extiende,
En dos corrientes.
Sus dientes crujidores ya están mordiendo
La bárbara tristeza;
Se han vuelto de plomo sus ojos que eran como el sol,
Ojos de Inca.
Se ha helado ya el gran corazón
De Atahualpa.
El llanto de los hombres de las cuatro regiones
Ahogándole.
Las nubes del cielo han dejado
Ennegreciéndose;
La madre luna, transida, con el rostro enfermo,
Empequeñece.
Y todo y todos se esconden, desaparecen,
Padeciendo.
La tierra se niega a sepultar
A su Señor.
Como si se avergonzara del cadáver
De quien la amó,
Como si temiera su adalid
Devorar.
Y los precipicios de rocas tiemblan por su amo,
Canciones fúnebres entonando;
El río brama con el poder de su dolor,
Su caudal levantando.
Las lágrimas en torrentes, juntas,
Se recogen.
¿Qué hombre no caerá en el llanto
Por quién lo amó?
¿Qué niño no ha de existir
Para su padre?
Gimiente, doliente, corazón herido
Sin palmas.
¿Qué paloma amante no da su ser
Al amado?
¿Qué delirante e inquieto venado salvaje
A su instinto no obedece?
Lágrimas de sangre arrancadas, arrancadas
De su alegría;
Espejo vertiente de sus lágrimas,
¡Retratad su cadáver!
Bañad todos, en su gran ternura,
Vuestro regazo.
Con sus múltiples, poderosas manos,
Con las alas de su corazón
Los acariciados;
Los protegidos;
Con la delicada tela de su pecho
Los abrigados,
Clamen, ahora,
Con la doliente voz de las viudas tristes.
Las nobles escogidas se han inclinado, juntas,
Todas de luto;
El Villaj Umu se ha vestido de su manto
Para el sacrificio;
Todos los hombres han desfilado
A sus tumbas.
Mortalmente sufre su tristeza delirante,
La madre reina;
Los ríos de sus lágrimas saltan
Al amarillo cadáver.
Su rostro está yerto, inmóvil,
Y su boca (dice):
“Adonde te fuiste perdiéndote
De mis ojos
Abandonando este mundo
En mi duelo;
Eternamente desgarrándote
De mi corazón?”.
Enriquecido con el oro del rescate
El español.
Su horrible corazón por el poder devorado;
Se empujan unos a otros
Con ansias cada vez, cada vez más oscuras,
Fieras enfurecidas.
Les diste cuanto te pidieron, los colmaste;
Te asesinaron, sin embargo.
Sus deseos hasta donde clamaron los henchiste
Tú solo.
Y muriendo en Cajamarca
Te extinguiste.
Se ha acabado ya en tus venas
La sangre;
Se ha apagado en tus ojos
La luz;
En el fondo de la más intensa estrella ha caído
Tu mirar.
Gime, sufre, camina, vuela enloquecida
Tu alma, paloma amada;
delirante, delirante, llora, padece
Tu corazón amado.
Con el martirio de la separación infinita
El corazón se rompe.
El límpido, resplandeciente trono de oro
Y tu cuna;
Los vasos de oro, todo
Se repartieron.
Bajo un extraño imperio, colmados de martirios
Y destruidos;
Perplejos, extraviados, negada la memoria,
Solos;
Muerta la sombra que protege
Lloramos;
Sin tener a quién o dónde volver,
Estamos delirando.
¿Soportará tu corazón,
Inca, nuestra errabunda vida
Dispersada,
Por peligros sin cuento cercada, en manos ajenas,
Pisoteada?
Tus ojos, que como flechas de ventura herían,
Ábrelos;
Tus magnánimas manos,
Extiéndelas;
Y con esa visión fortalecidos
Despídenos.