Un domingo sin fútbol o la “torcida” escéptica

Por Mauricio Contreras Hernández *

Antes que nada debo admitir que soy un fanático del fútbol, lo que me ha transformado en un sedentario empedernido durante los fines de semana. Esta condición la ejerzo, durante los últimos años, con la dedicación que mi editor en jefe, el señor Gattuso, me reclama para con el trabajo que, según sus palabras, hago poco y cobro caro. “Además del tiempo que pierde escribiendo versos chuecos”, masculla por entre su espeso bigote blanco, manchado de amarillo por la nicotina de sus proverbiales e incontables cigarros.

Pero no sólo de pan vive el hombre, le replico. También de fútbol, sobre todo de fútbol. Él, intelectual de vieja guardia, me mira con lástima mientras se parapeta tras una expresión ininteligible evocando algunos de sus autores favoritos que despotrican contra esos “imbéciles que corren tras una pelota y esos otros, aún más imbéciles, que se sientan horas enteras a verlos”. Así las cosas, soy un paria en la oficina de la pequeña empresa editorial donde me exprimen como aceituna durante buena parte del día, de los cinco interminables días de la semana. En la casa, la cosa no es muy distinta. Allí me tratan con el desprecio y conmiseración que merece alguien desahuciado y sin remedio. Sobrevivo, gracias al fútbol, a las ruidosas sesiones de aseo de los sábados en la mañana, a las expediciones punitivas al supermercado, a los ajiacos pantagruélicos con que mi madre pretende remediar mi crónica flacura metafísica, a la sofocante invasión de calles y de parques por multitudes semejantes a cualquier peste bíblica, incluidos los hinchas de fútbol.

Normalmente permanezco en casa, echado frente al televisor, siguiendo con el fervor debido la transmisión, en directo o en diferido, de los partidos de las distintas ligas del mundo. Así disfruto de una condición que me evita practicar el budismo zen o buscar argumentos inútiles, para fastidiar a mi editor en jefe, sobre la existencia de dios sobre las entradas y cámaras secretas que se han descubierto en al palacio presidencial.

Hoy, por una fatalidad de pura estirpe trágica, una falla en el en el sistema de cable me obliga a dejar mi refugio, mi juego favorito, ese reino de libertad, ese ritual poético cuya belleza surge de su sencillez, aunque últimamente sometido a la “tiranía de los técnicos” como dijera Valdano.

Consternado me lanzo a la calle y con horror constato que existen aquellos quienes pueden vivir sin fútbol un domingo y esto renueva mi convicción que el fútbol es la vida, lo demás son detalles.

Dije que soy un hincha escéptico. También fui jugador durante esa época de la vida en que nos sobra energía hasta para masturbarnos después de haber hecho el amor dos veces, sin bañarnos, en distinto río. Participé de algunas escaramuzas de potrero, de equipo pobre de pueblo cercano a la capital, del cual fungí como capitán gracias a la solícita contribución de mi madre con los uniformes y los refrigerios. Hasta llegué a pertenecer a la reserva de la selección B de la universidad. Durante largas temporadas en la banca me conseguí una novia que terminaría por alejarme de las canchas. Luego, esta sedentaria pasión por las canchas terminaría alejándome de ella.

Entonces, ostentaba el flamante número seis. Jugaba un poco adelante de los defensas centrales, posición del káiser Beckenbauer, elegante en su trato con la número cinco y líder de su equipo saliendo desde atrás. Un jugador sin adornos pero eficaz, campeón con Alemania en el mundial del 74. Debo decir que esta mímesis obedeció más al deseo de conjurar mi constitución delgaducha y un poco torpe que a cualquier asomo de talento que permitiera asemejarme a ese gran jugador.

“¿Bueno, qué es eso de hincha escéptico?”, me pregunta malhumorado el señor Gattuso, de quien, dicho sea de paso, sospecho que sea hincha del Milán.

Bien sé que la respuesta a esta pregunta puede sonar a herejía ante la santa inquisición de la fanaticada. Pero no pertenezco a ninguna barra brava o iglesia alguna o multitud que se le parezca. Soy de la barra de los escépticos. Supongo que existe esa secreta congregación que a diferencia de otras barras, nunca se reúne, nunca va al estadio en montonera, que abandona sus banderas por ver un partido entre dos buenos equipos, Arsenal-Barcelona, por ejemplo; que se subleva en silencio cuando fuerzas oscuras deciden un domingo sin fútbol; que no sabe qué camiseta ponerse.

En principio, desconfío de todo criterio que pretende parecer certero. O sea que no pertenezco a ninguna barra brava pues desconfío tanto de éstas como de cualquier reunión de poetas o de políticos en trance de reelección. Prefiero ver un partido entre equipos que no comprometan mi fanatismo porque así puedo disfrutar, alternativamente, de lo mejor que muestre cada uno de ellos en el campo de juego. Y pedir goles de parte y parte.

Así, prefiero ver un Liverpool, conducido por los españoles Benítez, Morientes, y er niño Torres, paradójica versión de Trafalgar; o un Atlético de Madrid ascendiendo en la liga de la mano con nuestro Amaranto Perea baluarte en la defensa.

Otro asunto es cuando me siento a “dirigir” el encuentro de mi Arsenal, que ha vuelto a restituirnos el fútbol creativo y alegre, a pesar de la salida de Henry que ya ni se nota ante la magia de Adebayor, contra un Chelsea, al que admiro con ira de hincha furibundo, y que es “el equipo más práctico del mundo” al decir de Maradona, con, Drogba, Deco y Ballack ejecutando el riguroso y a la vez flexible libreto bajo la mirada de águila de su impecable entrenador con pinta de Robert de Niro.

Pareciera que el contexto político más pertinente para esta discusión fuera el de la globalización y todo su aparataje discursivo que colma, hoy por hoy, los medios. O el de los comentaristas deportivos con su lenguaje repetitivo y codificado, en muchos casos, como lenguaje gongorino que requiere de intérpretes y exegetas.

Si bien no debemos olvidar que la globalización toca desde hace tiempo los territorios del deporte, reino del Midas más espúreo, el dinero; no es menos cierto que un equipo de fútbol es lo más cercano a esos rituales de hombres y mujeres preparando la expedición en busca de las presas que aseguren la sobrevivencia a tan duro invierno.

Prefiero, para tratar de argumentar mi pasión escéptica por el fútbol, la metáfora de los rituales de caza o las empresas de héroes que van de pueblo en pueblo, de isla en isla, de mar en mar, de planeta en planeta asombrándonos con sus trucos, fantasías y encantamientos venciendo obstáculos hasta llegar a la meta: el tesoro ansiado, la princesa y el dragón muerto, la promesa de un reino, o el ansiado gol que nos concilia con el olvido frente a todo.

Tribus nómadas, conformadas por hombres que hablan distintas lenguas y que cada fin de semana inauguran un diálogo en una lengua única, esperanto de tácticas y esquemas, el fútbol y su sintaxis de magia y fuerza.

Hombres que van y vienen tejiendo fintas y paradojas, como la de pertenecer a un equipo que encarna lo local pero alimentada por lo universal en lo que cada uno de ellos aporta de su errancia.

Errancia moderna que deja a su paso un legado casi intangible: las chilenas, los penalties, el respeto por las diferencias, así haya todavía voces que en medio del desenfreno babeen su miseria frente al extranjero que no es igual a ellos y que trae su magia y sus divinidades al campo de juego.

O la inexplicable, según mi editor en jefe, conducta de las barras bravas cuya única finalidad es la violencia atávica desencadenada en medio de la fiesta. “No entiendo a esa masa voluble que ora llora, ora ríe y que no hace nada más que agitar un trapo, yo prefiero quedarme en la casa con un esguince de alma, le tengo miedo a ese gran entusiasmo vacío, a esa muchedumbre solitaria después de los aplausos”

*Poeta y ensayista colombiano