Juan Carlos Botero - Conjuro Capital

El Conjuro Capital de la Fundación Común Presencia, con el auspicio de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, ya se encuentra a punto de salir del horno, con su carga de artilugios urdidos por escritores bogotanos. Parece lícito pensar que en estos dos volúmenes queda recogida en buena parte la respuesta que la inteligencia sensible ha dado a la realidad, tantas veces insensible. A continuación, y como otro adelanto festivo, publicamos un cuento del narrador Juan Carlos Botero, nacido en Bogotá, Colombia, en 1960. Estudió literatura en las Universidades de los Andes, Harvard y Javeriana. Ha sido columnista de La Prensa, El Tiempo y El Espectador, y sus cuentos han aparecido en varias antologías.

Su primer libro, Las semillas del tiempo: epífanos, es un volumen de textos breves que aporta un género nuevo en literatura, y alcanzó el primer lugar de ventas en Colombia. En 1998 publicó Las ventanas y las voces (Ediciones B): una colección de siete relatos que recibió una entusiasta acogida de la crítica española. En 2002 presentó su primera novela, La sentencia (Ediciones B), traducida al alemán, y que pronto será adaptada al cine. En marzo 2006 apareció su segunda novela, El arrecife (Seix Barral). En 2007 publicó El idioma de las nubes (ocho textos de arte y literatura) (Norma), y la reedición de Las semillas del tiempo: epífanos (Seix Barral). El escritor se encuentra trabajando en su próxima novela, así como en su estudio crítico de la obra de García Márquez: Las zonas de influencia.

NO

De lejos parecían putas, pero en realidad eran travestis. Los policías los tenían detenidos contra la pared de un callejón y les lanzaban piropos y se reían. Los travestis miraban al suelo. Se veían extraños en sus vestidos cortos y forrados, con las pelucas rubias y cobrizas, los zapatos de tacón alto y los rostros mal maquillados. El teniente de los policías los examinó uno por uno, como si pasara revista, burlándose, quitando una peluca, metiéndoles el bolillo entre las piernas. Los otros policías chiflaban y lanzaban risotadas y expresiones obscenas. Cuando el oficial llegó al último, el travesti sin mirarlo le dijo: No me toque, o me corto. El teniente se detuvo, y esbozó una sonrisa. ¿Cómo?, preguntó con sarcasmo, llevándose una mano al oído como si no hubiese escuchado bien; en seguida le puso la punta del bolillo bajo la barbilla del travesti y le alzó la cara con brusquedad. El otro, ahora mirándolo con fijeza a los ojos, repitió: No me toque… o me corto. El policía le plantó el bolillo en la garganta y lo apretó contra el muro. No oí bien, cariño, le susurró muy cerca del rostro, mientras el travesti sujetaba el bolillo con las manos de uñas largas y pintadas, procurando apartárselo del cuello. Entonces repitió con dificultad, atragantado, pero sin quitarle los ojos de encima al policía: No me toque, o me corto. ¡Maricón de mierda!, exclamó el oficial pegado a la cara pintarrajeada. ¿Me está amenazando?, y de una bofetada le tumbó la peluca. Los demás agentes soltaron carcajadas. No me toque… comenzó el travesti, pero el oficial le descargó un bolillazo en el muslo. El travesti cayó de rodillas. Inclinado encima suyo, dispuesto a molerlo a patadas, el policía rugió: ¿Quién se creyó, maricón de mierda? Los otros travestis miraban de reojo, mientras los policías silbaban y azuzaban a su jefe. El travesti, con el rostro contraído en una mueca de dolor, se irguió lentamente, recostado contra la pared del callejón, y de pronto blandió una cuchilla de afeitar extraída del zapato. El policía retrocedió. Todos callaron. Bote eso o lo parto, maricón, ordenó el teniente y levantó el bolillo en alto, pero antes de que pudiera impedirlo el travesti se acuchilló la cara y los brazos mientras el policía gritaba: ¡No! ¡No!