Exiliados del arca de Jorge Eliécer Ordóñez

Por Carlos Fajardo Fajardo

“En la jaula de los exiliados” está el poeta, desterrado del arca que lo condena a una realidad cruel y triste. Como el suricato, pequeño vigía, el poeta anuncia los peligros, se vuelve vidente de mortales zarpazos; carga su ostracismo perpetuo y, sin embargo, sigue encadenado a su lugar de origen, a un nombre de ciudad, a un amor, a la infancia que lo signa. Así va el poeta con sus delirios y misterios, desterrado del paraíso, sin dios que lo consuele. Así vamos todos, exiliados del arca, presos bajo el sol de tenebrosas praderas, como los animales que no hicieron parte del botín de Noe, de su mentirosa creencia en un reino sin sombras. El poeta está bajo el frío de la lluvia, a la deriva, fuera de ese quimérico reino, prisionero de su propio diluvio, dando cuenta de sus fatigas; “ángel acorazado y sediento recién salido del pantano”, como reza uno de los versos de este poemario.

Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz, ha fundado en este libro una poética que dialoga con las formas más seductoras de la fábula, la parábola y el mito; ha instaurado un bestiario como hermosa metáfora, devenida en símbolo, donde reflexión, memoria y pasión dan cuenta de nuestro drama. Todo aquí está bajo amenaza. El arca ha partido y Noe ya no es la imagen del refugio. En este territorio del naufragio, animales y hombres están solos. La fábula bíblica sirve al poeta para describir la constante presencia del abismo. Entonces, transmutado en armadillo murmura para sí estas palabras:

Mi destino de animal duro y solitario

lo pago aquí dentro, en mi cárcel de paredes óseas

Los otros animales, los que corren libres por la estepa

o los que se arrastran en el túnel de la noche

también son prisioneros de algo:

flecha envenenada, esqueleto o instinto.

Al final, sólo la muerte de paredes vidriosas

esperando algún descuido en el follaje

Víctimas del látigo, prisioneros del amor y el desamor, entre la libertad salvaje y la celda doméstica, danzan estos exiliados del arca, marcados con la señal del extravío. Agonía y soledad es su destino, conciencia de estar en los umbrales, en el filo de navajas, marchando hacia el silencio.

El poeta, como un niño, juega con sus animales, los inventa, es uno de ellos, se identifica con su salvaje ternura, con la orfandad; es hermano de sus resplandores y tinieblas. Para estas desarraigadas criaturas, olvidadas bajo la aparente alegría del trópico, prisioneras de miserables circos en ciudades ruinosas, o víctimas de los depredadores que acechan, no hay salida que las salve. Están en el laberinto de una sociedad opresora, devorándose a sí mismas, enfrentadas a un mundo que las expulsa. Son pura contradicción: bellas y terribles, fieras y mansas, solitarias como tantos, solidarias como pocos; libres pero presas del azar, del miedo y la tragedia, poetas “sin un puerto seguro”, sin barco y sin asilo. Lo dicen estos versos:

Hay dos cebras en nada parecidas,

la una, de la pradera, pastando, dando coces, huyendo

a intrépido galope de la astuta leona (…)

La otra soy yo, prisionera doméstica

viéndome triste en los ojos de los trashumantes.

(Cebra del zoo)

Jorge Eliécer Ordóñez nos ha obsequiado en esta oportunidad un estremecedor libro. Sus poemas dan cuenta de un trabajo meticuloso, disciplinado, que establece con audacia, casi en susurros, esa difícil forma de crear el asombro a través de una palabra que es caricia y puñetazo, dolorosa sentencia. Es un lenguaje luminoso, refulgente, preciso, se diría esencial, el que aquí se establece. Desde su inicio, estos poemas nos invitan a observar cómo soportamos los escombros, el infierno de lo real, la súbita presencia de la desaparecida infancia donde fuimos inmortales.

Dichoso este poemario, dichoso porque está abonado con el humus de la gran poesía contemporánea, mundial y colombiana; dichoso por su sorprendente universalidad; porque con desgarramiento, furor y autenticidad el poeta Ordóñez ha sembrado un árbol de imágenes en medio de la riqueza y la desolación de sus originarios y amados trópicos.