Antología de la Poesía Colombiana


Apareció en Venezuela la Antología de la Poesía Colombiana, seleccionada y prologada por Iván Beltrán Castillo, para la editorial el Perro y la Rana, que en ese país comanda un verdadero fenómeno cultural y una nueva manera de concebir la circulación, edición y promoción de libros. Se trata de una compilación minuciosa de 53 voces que registran los últimos cincuenta años del quehacer poético en nuestro país. Adelantamos dos fragmentos del estudio ensayístico de 45 pg. que abre el libro. La antología llegará a Colombia en el mes de enero.

Hacer una antología es inscribirse en una de las más veladas formas de la perversión. Oficio de inquisidor, purga indiscutible, la labor de compilar está siempre a un paso de la infamia, evoca el rigor de las escalas jerárquicas, y generalmente el rostro que termina por configurarse no es el del grupo de elegidos, sino el de quién los escogió, echando mano de sus predilecciones o caprichos, aguzando sus propios recuerdos y la memoria sensible de su existencia a través de las imágenes y las palabras de los otros.

Una antología es un sismo, una revisión brutal, una herejía que engendra no pocas sorpresas, fulgurantes unas, desconsoladoras las otras, y después de “la operación suprema” nada sigue siendo lo que parecía: hay oro súbitamente ennegrecido, discreciones que saltan a escena y adquieren un inesperado y feliz protagonismo, cosas de apariencia estelar que se revelan como farsa, leyendas que se pulverizan; a veces lo oficial se vuelve clandestino y lo que apenas había existido levemente, con la hermosa y patética fragilidad de un suspiro, es inyectado por una feroz vitalidad. Cada una de estas sumas descompone la anterior, se convierte en su crítica y es tal vez por eso que en sus territorios somos reiteradamente vírgenes y sus páginas nos dicen siempre otra cosa, nunca la que esperábamos o creíamos recordar, animadas sin explicación racional por una savia original que anuncia otros matices, desborda el universo de lo predecible, demostrándonos nuevamente que la poesía es una verificación perpetua: verificación de la existencia en su más hondo y olvidado sentido, verificación de las pasiones que alternativamente la nutren y desgarran, verificación de la salud inderrotable de la muerte y, por supuesto, verificación de la salud inestable de la misma poesía.

Por esta antología desfilan, sinuosos y dentados, nombrados en clave, cifrados, embellecidos, sublimados, deformados por la voz del deseo o por la gesta de los sueños, los diversos y contradictorios episodios de la última historia colombiana, nuestros años terribles, la condena que nos correspondió en suerte y cuyo nombre esencial ha sido siempre el nombre absurdo de la espera: Espera de justicia, de compensación, de encuentro, de felicidad, de sosiego o de amor… pero aquí también desfila la expiación sin nombre: la violencia, escabroso deporte nacional -violencia siempre ilegítima, histórica en el sentido más cruel de la palabra- y lo que es más grave, sus consecuencias en el alma y la expectativa de los hombres. Es ella la gemela aborrecible a la que hemos respondido de todas las formas, en todos los tonos y con todos los matices, presos en la desesperanza de sospecharla infinita…

Colombia ha sido siempre una fatal mixtura de asepsia monacal y generosa práctica de la intolerancia. Escuchamos en la misma melodía el silencio de Dios y el tableteo de la metralla, y el discurso de nuestros ideólogos, especialmente el de los sitibundos políticos, no ha sido hasta la fecha sino un impostado celestinaje con la servidumbre, una resta implacable, una mutilación verbal. Estéril hasta los límites de no significar absolutamente nada, como las disquisiciones de los personajes de Samuel Beckett, la retórica del poder –ese vacío donde terminan por encallar las ilusiones- no tiene las respuestas que necesitamos y que podrían solucionar, aunque fuera en parte, la gran encrucijada. Y entonces, luego de descubrir la falsedad del oráculo que nos fue legado como herencia, únicamente podemos fiarnos a lo que Antonio Machado llamó la fe poética, fenómeno siempre cambiante pero siempre fiel a un profundo sentido: prueba incontrovertible de las distintas formas de batallar con el tiempo.

Así pues, los cincuenta y dos poetas aquí presentados –dispares, pero cómplices en la necesaria empresa de expedirnos partida de renacimiento- trabajaron y laboran de manera insomne para combatir una herida incesante que, sin su competencia, sería más largo suturar…

Aislada de toda la parafernalia de show permaneció siempre la voz de Eduardo Jaramillo Escobar, X-504, autor de Los Poemas de la ofensa, un clásico literario que es preciso leer entre líneas para determinar si en él habita tanta grandeza como la que le siguen encontrando sus admiradores. Hay en este universo una reverencia por la naturaleza y una constante evocación del origen que, de algún modo, y sin su precisión magistral, recuerda lo que hiciera Aurelio Arturo. Jaramillo permanece en la actualidad lejano de la barahúnda y los excesos que aún practican los miembros más obstinados de este grupo:

Oh miserable ser en el indomeñable páramo aterido,

y en las bajas tierras cocido al fuego del sol como cáscaras de níspero

para aromar el amargo brebaje de la quinina.

Vuelvo a ver las rutilantes guijas que parpadeaban bajo el agua,

y que los ojos heridos no podían soportar, dirigiéndose entonces a la espesura,

donde se incubaba la sombra como un orificio en la memoria,

vacilante y temblorosa sombra de cera, o dura como la piedra, en ambos casos

dolorosa como la amputación del pie derecho.


Pero si el Nadaísmo estuvo siempre recorrido por una teatralidad que lo hacía parecer fastuoso, después de su primera muerte, propiciada por el propio Arango, habrían de sucederlo en la poesía colombiana figuras disímiles, en ocasiones antagónicas, pero tan significativas, emblemáticas y propicias, como las de Raúl Gómez Jattín, Eduardo Gómez, Mario Rivero, Juan Manuel Roca, Giovanni Quessep, María Mercedes Carranza o José Manuel Arango. Hablo de las obras más visibles en la imposibilidad de registrar una a una, como en un sueño infinito y fatigoso, las cincuenta y dos voces convocadas en esta antología. La disculpa que tengo para esta elección no es la falta de espacio, sino el hecho de que el “visionar” de estos poetas logró purificarnos de los días ingratos donde el derrumbamiento pareció inminente. Durante estos años, donde se ha vuelto un hábito maniaco poner etiquetas quizá porque es una secreta manera de domesticar, se calumnió a estos hacedores y a sus compañeros de generación con diversos nombres y se les agrupó caprichosamente: se habló entonces de la generación sin nombre, de los poetas de la cotidianeidad, de La Generación Desencantada, pero estos datos no aportan mucho y no pasan de ser una curiosidad bibliográfica y un fatalismo académico.

Algunos de estos universos verbales pretendieron ir al otro extremo de lo mediático y lo espectacular, se despojaron de lirismo, se hicieron voluntariamente nimios. Hablo de unos poetas que representaron con eficacia la asonada de la derrota, troppe melancólica de artistas neblinosos, onettianos y endebles, manchados por el mohín de la gran urbe y cuyo ejemplo por excelencia es Mario Rivero, quien representa un prontuario de la contra retórica, laconismo hecho verbo, voluntario extrañamiento de la pompa y la sensualidad, en ocasiones engañosa, del idioma castellano. Rivero ejercita una suerte de profilaxis: su desaliño ornamental resulta un propósito, un cuaderno de viaje, un memorando contra la solemnidad y, principalmente, un sistema de alarma, como lo fuera alguna vez el distanciamiento brechtiano. En ocasiones fascina lo consciente que parece estar de su carencia de grandeza y heroísmo. Se trata de un poeta urbano, narrativo, que en no pocas ocasiones asume el rol del buen cronista de prensa.

Voy al parque

y violo una naranja

para no mirar a una colegiala

que hace su colección

de hojas de otoño

Soy bachiller en lentos

amaneceres en los puentes

Todos mis recuerdos

tienen el leve brillo

de una joya perdida

aunque hay momentos

que merecen repetirse

Soy un husmea-cosas

soy un cuenta-cosas

un cero grita bajo mis zapatos


En contrapunto al estampido y el encandilamiento enceguecedor de los años anteriores, Eduardo Gómez marca el advenimiento de una voz sosegada, una racionalidad sensible, por donde se filtra un chorro de poderosa luz. No es generoso sino precavido en la utilización de las palabras, sus poemas son precisos y parecen ser capaces de prescindir de los aplausos. Algo tiene de la filosofía del J. Alfred Prufrock de Eliot y hay en él una perfilada dignidad de la amargura:

Habitamos la heredad de padres despiadados

de manos bondadosas para el crimen callado

y andares taciturnos entre flores y pájaros.

Sus manos grandes para el estrangulamiento

y sus pechos anchos para la codicia

nos dieron la ternura del veneno

el andar cauteloso de las bestias al acecho

y la mirada oblicua del verdugo.

En rencillas familiares de siglos

aprendimos a pinchar con tenedor

y el arte de los filtros siniestros

cuando el cielo luce lívido de estrellas

y el amor nos asfixia de aromas presentidos.

Oh el reinado de la abuela centenaria

sentada en su trono de palo

con su corona de nieve y su escoba por cetro.


Inseparable de su gemelo atroz, como un William Wilson del trópico, Raúl Gómez Jattin es el gran mártir de la poesía colombiana, aunque se trate de un mártir profano, ebrio y drogadicto, y hasta el momento resulta imposible disociar su obra del hálito fúnebre que contaminó su existencia.

Muy temprano se hizo cliente asiduo de los manicomios y le cogió el sabor a la cárcel. Su tormento producía poemas y escándalos en dosis idénticas, y su itinerario de vidente fue también una complicada historia clínica. Su lucidez para escribir era directamente proporcional a su incapacidad para vivir y le llevó a tener roles diversos, papeles de poca y mucha monta, unas veces protagonista y otras veces extra, así como una variopinta colección de identidades: fue actor, esquizofrénico, profeta, mal amigo, excelente cómplice, drogadicto, fumador, abstemio, víctima de una soterrado complejo de Edipo, orador y mendigo.

Raúl Gómez Jattin murió arrollado en una gran avenida de Cartagena de Indias y en ese mismo minuto nació su leyenda. No bien había fallecido el poeta sinuano, una savia mítica le extendía sus profundas e inextricables raíces. Al día siguiente de su muerte, su nombre ocupaba los titulares de la gran prensa y una estela de veneración, directamente proporcional al desprecio y el hastío que produjera en vida, empezaba a falsear todos los capítulos de su existencia. Desde entonces todos dicen haberlo conocido, especialmente sus acérrimos enemigos y acreedores, todos juran haber compartido el mendrugo de sus servidumbres, intimado con su locura, asistido a las densas pesadillas que ponía en escena como un gran actor del averno, a la desaforada ponzoña de su lengua y la sal intensa de su amargura, y hasta los poetas que trabajan en los bancos y ofician como monaguillos de la burocracia parecen dispuestos a vindicarlo. La muerte, siempre tan paradójica, lo ha convertido en un poeta oficial.

Soy un Dios en mi pueblo y mi valle

no porque me adoren sino porque yo lo hago

porque me inclino ante quien me regala

unas granadillas o una sonrisa de su heredad.

O porque voy donde sus habitantes recios

a mendigar una moneda o una camisa y me la dan.

Porque vigilo el cielo con ojos de gavilán

y lo nombro en mis versos.

Porque soy solo.

Porque dormí siete meses en una mecedora

y cinco en las aceras de una ciudad.

Porque a la riqueza miro de perfil

mas no con odio.

Porque tengo un compadre

A quien le bauticé todos los hijos y el matrimonio.

Porque nací en mayo.

Porque mi madre me abandonó

Cuando precisamente más la necesitaba.

Porque cuando estoy enfermo

Voy al hospital de caridad.


Pero si en Gómez Jattin la expiación parece una danza de tintes veristas y melodramáticos, con María Mercedes Carranza llega la apoteosis de la amargura, el triunfo de la muerte y el absoluto de las lágrimas. Ella representa el descolocamiento sordo y herrumbroso de los citadinos post-modernos, por más de que su vida concreta haya sido exitosa y le hubiera correspondido nacer en una clase social pletórica de garantías y confort. O quizá, por el contrario, ésta haya sido la causa mayor de su desazón. Tal vez en eso radica la transparencia de su canto, desgarradora sinceridad de un testimonio cuyo desenlace habría de ser fatal, aunque anunciado, a mi juicio, en cada una de sus líneas nerviosas. Inmersa en el torbellino de la historia colombiana, que terminó por meterse incluso a las casas más fortificadas, y cuyos difuntos en pena parecen gimotear en los vanos de las puertas y estar prestos a espantar nuestras convicciones, como los cadáveres que infestan alta mar en la memorable Vergüenza de Ingmar Bergman, María Mercedes terminó por decretarse derrotada y “entrar por la violencia en el Nirvana”. Sus poemas tienen el don del pesimismo y nos acompañan con la tibia dulzura de las malas compañías.

Además de escribir unos artefactos sencillos y demoledores, María Mercedes fundó en Bogotá la Casa Silva, cuartel general de los jóvenes pichones de poetas y sitio al que acudieron con sus versos los creadores más ilustres que pasaron por Bogotá durante los últimos veinte años, y urdió docenas de veladas y ceremonias populosas que convocaban a la resurrección de la verdadera vida: las más recordadas son las que se llamaron “Descanse en paz la guerra” y “Alzados en almas”, y a las que, como en una venerable insurgencia, acudieron masivamente los mancillados del sosiego perdido.

Esta casa de espesas paredes coloniales

y un patio de azaleas muy decimonónico

hace varios siglos que se viene abajo.

Como si nada las personas van y vienen

por las habitaciones en ruina,

hacen el amor, bailan, escriben cartas.

A menudo silban balas o es tal vez el viento

que silba a través del techo desfondado.

En esta casa los vivos duermen con los muertos,

imitan sus costumbres, repiten sus gestos

y cuando cantan, cantan sus fracasos.

Todo es ruina en esta casa,

están en ruina el abrazo y la música,

el destino, cada mañana, la risa son ruina,

las lágrimas, el silencio, los sueños.

Las ventanas muestran paisajes destruidos,

carne y ceniza se confunden en las caras,

en las bocas las palabras se revuelven con miedo.

En esta casa todos estamos enterrados vivos.


Un caso superlativo, controvertido e inquietante, es el encarnado por la figura del poeta bogotano Juan Gustavo Cobo Borda. Para sus innúmeros detractores se trata de “Un borgiano en lo conservador y lo señorero, alguien que tiene los defectos de Borges y pocas de sus virtudes”.

Esa rampante ironía, justa o no, expresa un problema que trasciende el territorio del poema, que está siempre a la orden del día en la cultura del mundo, y que el autor de Todos los poetas son santos encarna en su versión más ortodoxa: el de la proximidad del artista a los salones del poder, el de si es o no reprobable que un poeta tenga un puesto en el canapé republicano, y se siente a manteles en la opípara cena de los elegidos.

Más allá de esos reparos fácticos, el escritor ha ido fermentando una poética elemental y, paradójicamente, desesperanzada, donde no faltan los buenos momentos y cierta sazonada ironía; el desarraigo y la desilusión se pavonean en sus poemas, deambulan quedos por los teatros, los salones de té, los aeropuertos y las casas de habitación, como denunciando la secreta certidumbre de una claudicación, o tal vez es que el otro cohabita con Cobo Borda: voz secreta que lo hostiga:

País mal hecho

cuya única tradición

son los errores.

Quedan anécdotas

chistes de café,

caspa y babas.

Hombres que van al cine,

solos.

Mugre y parsimonia.