No hay salvavidas

Por Mairym Cruz-Bernall*

Ahora que inicia otro año me acerco a la palabra escrita como un tapiz que uno va zurciendo para unirnos unos con los otros a la gran historia del mundo. Algo del año pasado se lleva también las ilusiones viejas para adentrarnos a una vida más real, más cruda, menos inventada, abriéndonos senderos para ser feliz con lo que tenemos. Y así, una se mira las manos de escritora, se sabe saberse en la palabra que nos va construyendo como colocando piezas del rompecabezas, con aquella tan verdad sentencia que No hay salvavidas, que cada uno se lanza a nadar a su propio riesgo. (Acuña estas palabras el letrero que se lee desde el balcón de mi apartamento, si miras hacia abajo, cerca de la piscina). A principios de la semana me sentía cansada, pero no ese cansancio que se te va cuando te acuestas a dormir. Luego me sobrevino una fuerza increíble, y hoy, estoy más viva. Soy así, como esa flor que se cierra y se abre, el moriviví. Hace unas semanas entraron manadas de reinitas a mi balcón. Desde el cuarto donde escribo, escuché un chirrío extraño, y mi hija y yo corrimos hacia la sala a ver que cosa cantaba tan desafinadamente. Tan pequeñas las reinitas, pero juntas, tantas, parecen un escándalo de sinfonías esperando al director de orquesta. Decía mi abuela que esos pajaritos daban suerte, que eran presagios de protección para alguna gran noticia. Cuando entran, ya no se quieren ir. No sé porqué digo estas cosas. Yo no les pongo azúcar. No sé ni porqué entran. Aquí sólo tengo un jardín, pero me faltan los árboles. Es un bosque en un cuarto piso, pero faltan las flores. Cosas de la vida. Pero cuento más. Esa rara tarde cuanto entraron las reinitas, mi vecino anciano, justo el vecino del apartamento de al lado, se lanzó al vacío. Cuando fui a mover mi auto, no pude salir. Su cadáver estaba todo descalabrado, en su sangre, medio cubierto ya por una manta blanca, en el lugar del parking, frente a mi carro. Me dieron ganas de reír, por los nervios. No me lo pude creer, mi vecino anciano se lanzó desde el balcón. Y yo aquí con esta soledad de palacio, hurgando en mi temprana vejez los lugares donde se me perdió la alegría. No sólo no hay salvavidas, tampoco hay paracaídas. No entiendo las reinitas que entran a la casa. Son pequeñitas, parecen cascabeles volando. En serio que se suicidó. Ya me quiero mudar de esta casa, aunque desde aquí vea la laguna del Condado, el mar, y las velas de los piratas en las nubes caribeñas llevándonos a todos.


*Poeta puertorriqueña