Dino Buzzati : "Muchacha que cae"

En su prólogo al libro Cuentistas bogotanos, perteneciente al proyecto Conjuro Capital de La editorial Común Presencia, Iván Beltrán Castillo postula a “Muchacha que cae” de Dino Buzzati, como uno de los artificios más hermosos, precisos y memorables del arte de las breves ficciones. Aquí lo presentamos para que nuestros confabulados puedan saborear su magia y su latencia poética.

Buzzati, a quién nunca le gustó ser considerado un escritor, pese a que desde muy temprano se metió a la memoria literaria de Italia, nació en Belluno en 1906 y murió en Milán en 1972. Amaba, además de las letras, la música -por lo que estudió el violín y el piano-, el montañismo y la pintura.

Trabajó muchos años en el Corriere della Sera, y en esa casa editorial publicó algunos de sus relatos más notables. Su novela El desierto de los tártaros es un retrato de la espera, la angustia, la liviandad de la existencia y los escasos frutos de salvación que encuentra el ser humano en su camino. Los siete mensajeros, Un experimento de magia, Las noches difíciles, el gran retrato y Un amor, son otros de sus libros y constituyen una de las catedrales de la moderna literatura italiana.

A los diecinueve años, Marta se asomó desde lo más alto del rascacielos, y al ver abajo la ciudad que resplandecía al anochecer, fue presa del vértigo.

El rascacielos era de plata, feliz y supremo en aquel anochecer tan bello y puro, mientras el viento estiraba, aquí y allá, delgados filamentos de nubes sobre un fondo de un azul realmente inconcebible. Era la hora en que las ciudades son presa de la inspiración, y todo aquel que no es ciego queda trastornado. Y la muchacha, desde aquella cumbre, veía las calles y los edificios que vibraban en el prolongado espasmo del crepúsculo; y más allá, donde el blanco de las casas terminaba, empezaba el azul del mar, que, visto desde lo alto, parecía subir. Y en vista de que desde el oriente avanzaban los toldos de la noche, la ciudad se convirtió en un dulce abismo hormigueante de luces, palpitante. Ahí estaban los hombres poderosos, las mujeres más poderosas aún, las pellizas y los violines, los coches con esmaltes metálicos, las carteleras fosforescentes, los oscuros corredores del palacio real, las fuentes, los diamantes, los antiguos jardines taciturnos, las fiestas, los deseos, los amores y, sobre todo, el ardiente encanto de la noche, con sus anhelos de grandeza y de gloria.

Al ver todo esto, Marta se asomó perdidamente sobre el barandal, se dejó ir. Le pareció que se balanceaba en el aire, pero caía. En vista de la extraordinaria altura del rascacielos, las calles y las plazas le parecían muy lejanas, no sabía cuánto tiempo le llevaría llegar a ellas. Pero la muchacha seguía cayendo.

A esa hora, las terrazas y los balcones de los últimos pisos estaban llenos de personas ricas y elegantes, ocupadas en tomar cocktails y en decir necedades. De ahí se desprendían oleadas de músicas confusas. Marta pasó delante de ellos y algunos se asomaron a mirarla.

Vuelos de esa clase no eran raros en ese rascacielos —sobre todo de muchachas—, y constituían para los inquilinos una diversión interesante, porque compensaban el altísimo precio que pagaban por los apartamentos.

El sol, que aún no se ocultaba por entero, hizo lo imposible para iluminar el vestidito de Marta. Era un modesto vestido primaveral, comprado en una tienda de ropa hecha. Pero la lírica luz del ocaso lo hermoseaba, haciéndolo chic.

Desde los balcones de los millonarios, manos galantes se tendían hacia ella, ofreciéndole copas y flores.

–¿Un pequeño drink, señorita? Gentil mariposa, ¿por qué no nos acompaña un momento?

Ella reía, revoloteando dichosa (pero seguía cayendo).

–¡Gracias, amigos! No puedo. Me urge llegar.

–¿Llegar a dónde? –le preguntaban.

–Ah, no me hagan hablar –respondía Marta, agitando las manos en señal de despedida.

Un joven alto y moreno, muy distinguido, extendió los brazos para detenerla. Le gustaba a ella, pero lo eludió con rapidez.

–¿Cómo se permite, señor? –le dijo, pero tuvo tiempo de darle con un dedo un golpecito en la nariz.

La gente de lujo se ocupaba de ella, y eso la llenaba de satisfacción. Se sentía fascinante, a la moda. En las floridas terrazas, entre el ir y venir de camareros vestidos de blanco y las rachas de canciones exóticas, se habló durante un minuto, o acaso menos, de aquella joven que había pasado (de arriba a abajo, en caída vertical). Algunos la consideraban bonita, otros más o menos, pero todos la encontraron interesante.

–Usted tiene toda la vida por delante –le decían–. ¿Por qué se apura? No le faltará tiempo para correr y preocuparse. Quédese un rato con nosotros. No es más que una fiestecita entre amigos, pero se sentirá bien.

Ella quería responder, pero la aceleración impuesta por la gravedad la había llevado ya al piso de abajo, a dos, a tres o cuatro pisos debajo. Con cuánta alegría se cae cuando se tienen apenas diecinueve años.

Ciertamente era inmensa la distancia que la separaba del fondo, es decir del nivel de la calle; poco menos, es verdad, pero aún considerable.

Entretanto el sol se había ocultado en el mar, desapareciendo transformado en un hongo tembloroso y rojizo. Por lo tanto, sus rayos vivificantes dejaron de iluminar el vestido de la muchacha y de convertirla en seductor cometa. Menos mal que casi todas las ventanas de las terrazas del rascacielos estaban iluminadas, y su reverberación la alumbraba al pasar frente a ellas.

Marta veía ahora no sólo apartamentos con gente despreocupada, sino también oficinas donde las empleadas, con delantales negros o azules, hallábanse sentadas ante largas filas de pequeños escritorios. Muchas de ellas eran jóvenes como ella, y ahora, cansadas de la jornada de trabajo, de vez en cuando alzaban los ojos de las máquinas de escribir. Ellas también la vieron, y algunas corrieron hacia las ventanas.

–¿Adónde vas? ¿Por qué tanta prisa? –le gritaban, y en sus voces se adivinaba algo semejante a la envidia.

–Me esperan allá abajo –respondía ella–. No puedo detenerme. Perdónenme.

Y aún reía, fluctuando en el precipicio, pero su risa no era ya la de antes. La noche había caído con dolo, y Marta empezaba a sentir frío.

En ese momento, al mirar hacia el fondo, vio en la entrada de un edificio unas luces muy intensas. Largos automóviles negros se detenían (semejantes a hormigas por la distancia), y de ellos bajaban hombres y mujeres, ansiosos por entrar. En ese hormigueo le pareció distinguir el chispeo de las joyas. A la entrada del edificio ondeaban las banderas.

Daban una gran fiesta, desde luego, precisamente aquella en la que Marta soñaba desde que era niña. No podía faltar. Abajo la esperaba la ocasión, la fatalidad, el romance, la verdadera inauguración de la vida. ¿Llegaría a tiempo?

Se dio cuenta, con disgusto, de que a unos treinta metros más allá de ella, otra muchacha también caía. No había duda de que era más bonita que ella, con un vestido de noche, de mucha clase. Quién sabe cómo, caía con una velocidad superior a la suya, y tanta, que en unos cuantos instantes la perdió de vista, sin que le importara el llamado de Marta. Obviamente llegaría a la fiesta antes que ella, y podía ser que existiera todo un plan para suplantarla.

Luego se percató de que ellas no eran las únicas que caían. Muchas mujeres muy jóvenes estaban cayendo a lo largo del rascacielos, todas con semblantes excitados por el vuelo y con manos festivamente agitadas, como diciendo: aquí estamos, es nuestra hora, nuestra fiesta, ¿o acaso el mundo no es nuestro?

Era, pues, una carrera. Y ella sólo contaba con un mísero vestido, mientras las demás lucían modelos de gran lujo, y algunas hasta ceñían sus hombros con amplias estolas de visón. Marta había iniciado el vuelo muy segura de sí misma, pero ahora crecía dentro de ella una especie de temblor; tal vez era simplemente el frío, pero quizá también miedo, miedo de haber cometido un error irreparable.

La noche avanzó. Las ventanas se apagaban una tras otra, el eco de la música era cada vez más débil; las oficinas estaban desiertas, ningún joven tendía las manos en las ventanas. ¿Qué horas eran? En la entrada de aquel edificio –que ahora se veía mucho más grande, y tanto, que era posible observar todos los detalles arquitectónicos– las luces permanecían intactas, pero todos los automóviles se habían marchado. De vez en cuando, salían por el portón pequeños grupos, que se alejaban con paso cansado. Luego se apagaron todas las lámparas de la entrada.

Marta se descorazonó. Ay de mí, nunca más llegaría a tiempo a la fiesta. Miró hacia arriba, vio el pináculo del rascacielos en toda su cruel potencia. Ya estaba casi a oscuras, con unas pocas ventanas iluminadas en los últimos pisos. En la cumbre se expandía lentamente el primer indicio del alba.

En un comedor del vigésimo piso, un cuarentón leía el periódico mientras tomaba el café de la mañana, y una mujer reordenaba algunas cosas. Un reloj en la despensa marcaba las ocho con cuarenta y cinco. Una sombra pasó por la ventana.

–¡Alberto! –gritó la mujer–. ¿Viste? Pasó una mujer.

–¿Cómo era? –dijo él, sin apartar los ojos del periódico.

–Una vieja –respondió la mujer–. Una vieja decrépita. Parecía espantada.

–Lo mismo de siempre –refunfuñó el hombre–. Frente a estos pisos bajos sólo pasan viejas que caen. Las muchachas hermosas sólo se ven del piso cincuenta hacia arriba. Por eso los apartamentos de arriba son tan caros.

–Al menos –observó la mujer– acá abajo tenemos la ventaja de oírlas cuando se estrellan contra el suelo.

–Esta vez, ni siquiera eso –dijo él, meneando la cabeza, después de quedarse escuchando algunos instantes. Y bebió otro sorbo de café.