El instante de mi muerte - Maurice Blanchot

Nacido en Eze el 27 de septiembre de 1907 y muerto en Yvelines el 20 de febrero de 2003, Maurice Blanchot representa uno de los momentos fulgurantes del pensamiento creador del siglo pasado. Ensayista, teórico, crítico literario y narrador, su indagación sobre el sentido de la escritura como vaso comunicante con las capas más secretas de la identidad, con la experiencia de los límites y lo que es más deslumbrante, con la muerte como gemela inderrotable, son ya imprescindibles. Prueba de ellos es el espléndido ensayo que escribiera sobre las Cuevas de Lascaux, primer desdoblamiento del yo para salir a cazar su propia imagen. Blanchot fue, como era apenas previsible, un jeroglífico encarnado, al punto de llevar una existencia tan discreta como la invisibilidad. Son pocas sus anécdotas vitales, pocos sus datos biográficos comprobables, pocas sus fotografías, como pocos fueron sus amigos, conociéndose antes que nada su estrecha complicidad con el filósofo Emmanuel Lévinas y con el místico del erotismo Georges Bataille. Entre las obras más memorables de su producción están: La risa de los Dioses, El libro que vendrá, La escritura del desastre, La conversación infinita y La locura de la luz. Un auténtico y clásico con-fabulador, y una pieza oscura y resplandeciente que además testimonia el compromiso de los verdaderos artistas contra las ignominias de la historia.

Me acuerdo de un joven —un hombre todavía joven— privado de morir por la muerte misma —y quizás el error de la injusticia.

Los aliados habían conseguido poner pie en suelo francés. Los alemanes, ya vencidos, luchaban en vano con inútil ferocidad.

En una gran casa (el Castillo, la llamaban), golpearon a la puerta más bien tímidamente. Sé que el joven fue a abrir a unos huéspedes que sin duda solicitaban auxilio.

Esta vez, un alarido: «Todos fuera».

Un teniente nazi, en un francés vergonzosamente normal, hizo salir primero a las personas de más edad, después a dos mujeres jóvenes.

«Afuera, afuera». Esta vez, gritaba. Sin embargo el joven no pretendía huir: avanzaba lentamente, de una manera casi sacerdotal. El teniente lo zarandeó, le mostró unos casquillos y unas balas; allí había tenido lugar, de forma manifiesta, un combate, el territorio era un territorio de guerra.

El teniente se atascó en un lenguaje extravagante, y poniendo delante de las narices del hombre ahora menos joven (se envejece rápido) los casquillos, las balas, una granada, gritó con claridad: «He aquí lo que usted ha conseguido.»

El nazi colocó a sus hombres para apuntar, según las reglas, al blanco humano. El joven dijo: «Al menos haga entrar a mi familia.» Es decir: la tía (noventa y cuatro años), su madre más joven, su hermana y su cuñada, una larga y lenta comitiva, silenciosa, como si todo estuviese ya consumado.

Sé —lo sé— que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo). ¿Alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte?

En su lugar, no trataré de analizar ese sentimiento de ligereza. Quizás él era súbitamente invencible. Muerto-inmortal. Quizás el éxtasis. Más bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. Desde entonces, él estuvo ligado a la muerte, por una amistad subrepticia.

En ese instante, brusco retorno al mundo, estalló el ruido considerable de una batalla cercana. Los camaradas del maquis querían prestar socorro a aquel que ellos sabían en peligro. El teniente se alejó para inspeccionar. Los alemanes permanecían en orden, dispuestos a continuar así en una inmovilidad que detenía el tiempo.

Pero he aquí que uno de ellos se acercó y dijo con voz firme: «Nosotros no alemanes, rusos», y, con una especie de risa se identificó: «Armada Vlassov», y le indicó que desapareciese.

Creo que él se alejó, siempre con el sentimiento de ligereza, hasta que se encontró en un bosque lejano, llamado «bosque de los brezos», donde permaneció resguardado por los árboles que él conocía bien. Es en el bosque frondoso donde, de repente, y después de un cierto tiempo, recuperó el sentido de lo real.

Por todas partes, incendios, una sucesión de fuego continuo, todas las granjas ardían. Un poco más tarde él se enteró de que tres jóvenes, hijos de granjeros, ajenos a todo combate y que no tenían otra culpa que su juventud, habían sido abatidos.

Incluso los caballos hinchados, sobre la carretera, en los campos, eran testimonio de una guerra que había durado. En realidad, ¿cuánto tiempo había transcurrido? Cuando el teniente volvió y se dio cuenta de la desaparición del joven castellano, ¿por qué la cólera, la rabia no le habían empujado a quemar el Castillo (inmóvil y majestuoso)? Porque era el Castillo. En la fachada estaba inscrita, como un recuerdo indestructible, la fecha de 1807. ¿Era lo suficientemente culto para saber que se trataba del famoso año de Jena, cuando Napoleón, sobre su pequeño caballo gris, pasaba bajo las ventanas de Hegel, que reconoció en él «el alma del mundo», tal como escribió a un amigo?

Mentira y verdad, porque, como Hegel escribió a otro amigo, los franceses robaron y saquearon su vivienda. Pero Hegel sabía distinguir lo empírico y lo esencial. En este año de 1944, el teniente nazi tuvo por el Castillo el respeto o la consideración que las granjas no suscitaban. Sin embargo, se registró por todas partes. Tomaron algún dinero: en una pieza separada. En la habitación alta, el teniente encontró unos papeles y una especie de espeso manuscrito —que acaso contenía planes de guerra—. Finalmente partió. Todo ardía, salvo el Castillo. Los señores habían sido perdonados.

Entonces comenzó, sin duda, el tormento de la injusticia para el joven. Ya no el éxtasis: el sentimiento de que él sólo estaba vivo porque, incluso a los ojos de los rusos, pertenecía a una clase noble.

Eso era la guerra: la vida para unos, para los otros la crueldad del asesinato.

Permanecía, sin embargo, del momento en que el fusilamiento no era más que una espera, el sentimiento de ligereza que yo no sabría traducir: ¿liberado de la vida? ¿el infinito que se abre?

Ni felicidad, ni infelicidad. Ni la ausencia de temor, y quizás ya el paso (no) más allá: le pas au-delá). Yo sé, imagino que este sentimiento inanalizable cambió lo que le quedaba de existencia. Como si la muerte fuera de él no pudiese desde entonces más que chocar con la muerte en él. «Estoy vivo. No, estás muerto.»

Más tarde, de vuelta en París, se encontró con Malraux. Éste le contó que había sido hecho prisionero (sin ser reconocido), que había conseguido escaparse, aunque perdió un texto: «No eran más que reflexiones sobre arte, fáciles de rehacer, mientras que un manuscrito no podría serlo». Con Paulhan, mandó hacer investigaciones que no pudieron más que resultar vanas. ¡Qué importa! Tan sólo permanece el sentimiento de ligereza que es la muerte misma o, para decirlo con más precisión, el instante de mi muerte desde entonces siempre pendiente.

(En la foto el alquimista del ensayo Maurice Blanchot acompañado de su amigo, el gran filósofo Emmanuel Lévinas)